Sufrimiento emocional: la asignatura pendiente

Hoy en día hemos aprendido que el sufrimiento es inevitable, pero no es así...

“El anciano maestro Zen puso un hermoso y valioso jarrón, antiquísima y única herencia familiar, delante del cónclave a la espera de encontrar un sucesor entre los asistentes. Les indicó que aquel jarrón no era más que un problema y se sentó a esperar… Un alumno se levantó y con determinación destrozó el jarrón con su sable. El que a priori parecía un loco temerario, resultó ser el elegido. Un problema por muy antiguo, valioso y útil que sea seguirá siendo un problema y como tal debe ser eliminado, sentenció el maestro justificando así su elección y honrando el valor del nuevo abad…” Cuento budista

Si, por las circunstancias, tuviésemos la posibilidad de conocer y entablar cercana relación con muchas personas, enseguida nos daríamos cuenta que no hay más que arañar un poco en el corazón de cada una de ellas para descubrir que, en mayor o menor medida, todas padecen algún tipo de problema personal; de hecho, esto ya lo percibimos en nuestras relaciones habituales y, por supuesto, en nosotros mismos. Familia, trabajo, amigos, existencia… siempre hay algún ámbito de nuestra vida que nos genera sufrimiento, que nos genera dolor, que nos genera malestar. Las emociones, los síntomas de esta epidemia están tan extendidas en la raza humana que, de ser un virus, sería, inmediatamente, declarada la pandemia.

Es evidente que todavía no estamos lo suficientemente concienciados sobre esta cuestión como para que pueda despertar el necesario interés social que suscite el desarrollo de una nueva forma de educar en el seno familiar, basada -fundamentalmente- en una buena profilaxis traumática que permita al niño crecer feliz y con una buena salud emocional. Y, ¿por qué no?, también, una nueva asignatura educativa que nos aporte, especialmente desde la infancia, la información y herramientas necesarias para desarrollar todo nuestro potencial humano y evitar que tengamos que hacer uso de nuestros naturales mecanismos de resiliencia.



Lo cierto ahora es que podemos sufrir desde una leve insatisfacción existencial (“sufrimiento de baja intensidad”) a una grave manifestación emocional (“emotio-terrorismo”). Realmente, el grado en que suframos no es lo importante sino el problema en sí, y cualquier problema puede y debe ser abordado y solucionado, como bien transmitía el cuento de la presentación. Pero, para poder hacerlo, se hace imprescindible que antes aprendamos a reconocer el sufrimiento, y a reconocer quién tiene la responsabilidad sobre ese sufrimiento. Lamentablemente, abordar estas cuestiones se hace inviable debido a la falta de educación emocional y la adaptabilidad a las que aludía en el párrafo anterior. Esto, unido a que nuestra salud emocional está supeditada al actual paradigma sicológico caracterizado por sus temidas etiquetas y sus interminables y dudosos tratamientos, consigue que las procesiones sigan por dentro y nuestros “asuntos” permanezcan todavía en la carpeta de tabúes pendientes de airear.


 

Reconocer el sufrimiento





Nuestro marco educativo nos ha condicionado para creer que el sufrimiento es innato al ser humano y, en consecuencia, no hay nada que se pueda hacer salvo adaptarse a él, haciendo uso de nuestra resiliencia. Si prestamos atención, existen muchas frases que hemos heredado de nuestros padres y abuelos y repetimos inconscientemente como si fuesen una verdad inmutable: “la vida es la escuela del dolor” “soy como soy, y a mi edad ya no se puede cambiar”, “el amor es sufrimiento”, “la felicidad es una utopía”, etc. Creencias que nos sitúan en el inmovilismo, la resignación y la desesperanza. No son sólo frases, es lo que se nos ha transmitido y forma parte de la personalidad con la que interpretamos la vida. El Dr. Miguel Ruiz lo define como “el libro de la ley”.

Hay personas que acuden a mi consulta con la intención de dar solución a algún pequeño problema recurrente que en ese momento le perturba; pero, cuando empiezo a profundizar en su corazón, pronto constato que lo que me cuenta no es más que algo que distrae su atención de lo verdaderamente importante, la punta de un iceberg que esconde debajo una cantidad inmensa de rabia y dolor que, por increíble que parezca, la persona está tan acostumbrada a él que no es capaz de identificarlo, y mucho menos calibrar sus efectos.

La actitud que mejor puede rescatar las oscuras sombras de nuestro corazón y sacarlas a la luz es la sinceridad, entendida como un hermoso acto de generosidad con uno mismo a través del cual reconocemos que algo no va bien y nos ponemos en disposición de averiguar qué. Y es en ellas, en nuestras sombras, donde están todas las respuestas que necesitamos. Un ejercicio meditativo muy eficaz para empezar a obtener respuestas es formularnos la pregunta ¿soy feliz? O también ¿estoy en paz? Es igual cómo definamos o justifiquemos todo lo que encontremos, lo que no sea felicidad o paz es sufrimiento. Si lo haces, recuerda que es solo un ejercicio de observación; no es necesario que lo cuantifiques, solo que lo identifiques.


 

Reconocer la responsabilidad





En párrafos anteriores revelaba una de las tres actitudes necesarias para abordar de manera adecuada un proceso de alquimia emocional, la sinceridad. Quiero exponer ahora otra de esas actitudes, se trata de la responsabilidad.

Que no nos hayan enseñado a plantearnos una solución de continuidad a nuestro sufrimiento y, menos aún, que tal posibilidad pudiera existir, perpetúa el hábito de nuestras exigencias emocionales que ineludiblemente nos hacen ver toros que no son, pero que parecen ser (como rezaba aquella cancioncilla de los setenta) Y es que el secuestro, al que nos someten nuestras emociones en el crucial instante en que el problema se manifiesta, nos lleva a confundir este con las circunstancias que lo desatan y, sobre todo, con los actores presentes en ellas

El problema no está, por tanto, en nuestras vivencias, sino en cómo nuestro corazón las interpreta; si lo hace con dolor, tenemos el sufrimiento asegurado. Tenemos que aceptar –definitivamente- que la culpa no está en el otro, o en las circunstancias, o en la vida, o incluso en Dios, como acostumbramos a creer. La responsabilidad es solo nuestra, y esta es una actitud que, ajena al castigo que genera la culpa, nos invita a reconocer, con sinceridad, que todo lo que sentimos, ya sea de índole dolorosa o placentera, nos pertenece, es nuestro patrimonio emocional. Que solo a nosotros nos corresponde darle solución y no creer, equivocadamente, que otro lo pueda hacer por nosotros con sus actos o palabras.





Siempre estamos esperando que el otro repare el daño que creemos nos ha causado y esto, con el tiempo, se va convirtiendo en un parásito que se aferra firmemente a nuestro corazón, secuestrando nuestro raciocinio y decidiendo y actuando por nosotros. Esa culpa, que adjudicamos al otro, nos impide ejercer el sanador y necesario gesto de perdón que, si bien no pretende exonerarlo de su responsabilidad, nos permite cortar los lazos de exigencia que establecemos por doquier y que nos devolverán la responsa-bilidad y la libertad a nuestras, hasta ahora, dependientes vidas.

Hasta aquí, mi pretensión ha sido dejar aclaradas las dos cuestiones fundamentales que planteaba al inicio de este artículo, reconocer el problema y la responsabilidad sobre el mismo. Pero, no quiero terminarlo sin revelar la tercera actitud que debemos desarrollar para dejar de sufrir. Sí podemos dejar de sufrir, podemos aprender a hacerlo. Y este es, en definitiva, el objetivo hacia donde verdaderamente va dirigida esta disertación.

 

Como dejar de sufrir





La tercera y última de las actitudes necesarias para tal hito es el compromiso. Es, realmente, el elemento crucial en este proceso la “declaración de intenciones”, la energía iniciadora, continuadora y facilitadora de todos los procesos que se irán desarrollando a lo largo de nuestro periplo en pos de la libertad emocional, del poder bien entendido, el poder de elegir cómo me quiero sentir, cómo quiero decidir haciendo uso de mi libre albedrío. Tener compromiso significa tener intención, y esta no es más que el deseo consciente de solucionar los problemas que puedan estar manifiestos; significa tener decisión, que es la manifestación de la voluntad para continuar con el proceso hasta su conclusión; y significa tener enfoque, la motivación que surge de reconocer en el conflicto la oportunidad.

Llegados este punto, siempre surge una pregunta muy concreta entre los asistentes a mis conferencias “sí, eso está bien, pero… ¿cómo lo hago, cómo doy solución a mi sufrimiento?” La verdad es que la respuesta es tremendamente simple y, por eso, de orden superior (como dice la sabiduría oriental). Por comprensión. Y no olvidemos que la comprensión es la materia prima con la que se confecciona nuestra consciencia y, por ende, lo que impulsa nuestra evolución como seres humanos.

Para que la mente comprenda hemos de ofrecerle de forma ordenada, lógica y coherente toda la información emocional existente alrededor de un problema y, además, perfectamente relacionada con cada uno de sus creencias, pensamientos y reacciones, e incluso con el dolor físico, con la somatización. Es un volcado al consciente de todo el material subconsciente que permanece oculto. Esto es lo se conoce como Satori en la tradición oriental, un término que no debería resultarnos tan ajeno…





Si reconocemos en nuestros corazones la vocación suficiente como para iniciar un camino de crecimiento, y la capacidad para desarrollar las actitudes que me van a ser útiles en él (sinceridad, responsabilidad y compromiso), entonces ya sólo nos queda comenzar a andar. Pero, antes de empezar, hemos de resolver dos cuestiones fundamentales ¿cuál es el destino de nuestros pasos? y ¿qué mapa será el adecuado para poder alcanzarlo?

Sanación, crecimiento, búsqueda… son algunos de los términos que hoy empleamos para intentar explicar nuestro proceso evolutivo consciente y comprometido, pero estos términos no definen un destino. Se basan en el viejo paradigma “hemos venido a aprender” que busca soluciones en la información, en el conocimiento, en el esfuerzo del aprendizaje. El nuevo paradigma “hemos venido a reconocernos”, al contrario que el viejo, nos invita a una tarea mucho más sencilla y hermosa: quitar lo que sobra. Conócete a ti mismo, tal y como rezaba el frontispicio del templo de Delfos, ese es, y no otro, nuestro destino. Ya ha llegado el momento de dejar de buscar “fuera” para comenzar a buscar “dentro”

La segunda cuestión se antoja más compleja; de hecho, no pocos buscadores se han perdido en el camino confundiendo –erróneamente- los medios con el fin. Lo que llamamos búsqueda no ha de ser más que una etapa, con fecha de caducidad, que nos permita discernir cuál es la herramienta más adecuada para alcanzar nuestro destino de las existentes en el amplio y confuso mercado espiritual. El método es necesario para mostrarnos el camino, sin saber qué hemos de hacer y cómo hemos de hacerlo no conseguiremos resultados, no llegaremos a nuestro destino. Sin mapa no puede haber singladura.

Poco a poco, empezamos a percibir que hay una íntima relación entre terapia y espiritualidad. Para poner un poco de luz en la confusión que todavía existe al respecto hemos de entender que la solución del sufrimiento es un paso más en el camino evolutivo, la fase inicial más urgente y -a la vez. la más difícil; pero, sin duda, la que más templará nuestro corazón. En esta fase es fácil perderse, tendemos a buscar fórmulas mágicas que aparten de nosotros el cruel cáliz emocional, atajos que eviten nuestra responsabilidad. Pero, lo cierto es que no somos conscientes de que el proceso de abordaje emocional desarrollará nuestra capacidad más maravillosa, la de comprender, y es esta -y solo esta- la que pondrá todo en orden en nuestro corazón.





Tenemos demasiado miedo a nuestras emociones; tienen el poder absoluto sobre nuestros comportamientos, sobre nuestras vidas, sobre nuestra libertad de sentir. Y no son mas que hábitos, costumbres, que se han asentado en el tiempo y que tienen origen en las vivencias que hemos asimilado con dolor en nuestra infancia. Comprender cómo sufrimos, por qué sufrimos y de dónde viene nuestro sufrimiento desactiva la energía que alimenta nuestros núcleos de conflicto, y nos devuelve el poder sobre nuestro sentir y nuestro actuar. Comprender desarrolla nuestra consciencia y nos enruta adecua-damente en nuestro propósito evolutivo.

Cuando nuestras emociones surgen tendemos a rechazarlas, esconderlas, evitarlas, disimularlas, reprimirlas, reprogramarlas… pero no a observarlas. Comprenderlas implica la necesidad de afrontarlas, enfrentarlas y utilizarlas. Ellas nos provocan el sufrimiento; por tanto, solo en ellas está la respuesta al mismo, solo ellas me pueden ofrecer lo que busco, el por qué. Y esta es la clave, saber el por qué. Todos sabemos qué nos hace sufrir, o quién nos hace sufrir, o cuándo sufrimos; pero no sabemos por qué sufrimos… De hecho, si lo supiéramos ya no lo haríamos.

Esto supone buscar donde no lo habíamos hecho y, por supuesto, hacer algo que no habíamos hecho antes: preguntarnos por qué. Cuando surge el problema o cuando lo reavivo observo mi interior y me formulo dos preguntas de esto que está ocurriendo ahora ¿qué es lo que me duele?, aparto el “escenario” y a los “actores” del terreno emocional y me vuelvo a preguntar: ¿y por qué esto me duele? El resto es tirar del hilo…


 

El método en cuatro pasos





La clave del proceso, la primera etapa, ya la apuntaba en el párrafo anterior; consiste, simplemente, en aprender a observar. La observación es un gesto valiente y decisivo, que pretende esquivar las respuestas naturales de defensa y el asentamiento -en el tiempo- de esas reacciones (hábitos). La forma adecuada de establecerla es desdramatizar, para poder mantener la calma en la mente y en el corazón, y desapegarnos, para no sucumbir al secuestro de la exigencia emocional. Es el momento de formular a nuestro corazón las preguntas adecuadas…

El establecimiento de la observación nos lleva a la introspección, un mecanismo meditativo de nuestra mente, que facilita el anclaje de la atención sobre la manifestación emocional. Una vez que hemos conseguido situarnos en el “Espacio Sagrado” de la observación, la introspección nos permite “quedarnos a solas” con el sentir real. Es el momento en podemos identificar el por qué.

Llegados a este punto nos interesa saber qué es una emoción para poder, así, identificarla adecuadamente. El mecanismo de la emoción es el mismo para todos los seres humanos, y no existe diferencia entre unas emociones y otras; es el afán clasificatorio de nuestra mente consciente la que pretende distinguirlas, adjudicándoles diferentes adjetivos y esto es lo que nos causa tanta confusión. Pongamos luz a esta cuestión…

 

La emoción es resistencia.





La emoción, fundamentalmente, es dolor físico; primero, y antes de nada, dolor físico. Cuando nuestros dispositivos automáticos intuyen que va a ocurrir algo que no nos gusta, que no deseamos, salta la alarma en el cuerpo. Ya sentimos un dolor: presión en el plexo, nudo en la garganta, tripas revueltas, piernas bloqueadas, cabeza que estalla… y tantos otros. No nos hemos dado cuenta de la urgencia a la que nos somete ese dolor, queremos quitárnoslo de encima como sea. Y ese dolor surge por la resistencia, sencillamente NO ACEPTAMOS lo que va a ocurrir, como tampoco lo que vamos a sentir. Rechazamos esta situación, esta persona, este sentir, este ahora, y el dolor empieza… observa por qué te resistes, identifica la resistencia.


 

La emoción es culpa





Y el dolor físico se asoció a pensamientos, que toman forma de creencias y suposiciones, y nos hacen revivir una y otra vez el mismo drama. La culpa es la que las provoca, y mantiene la constante exigencia de reparación del daño que consideramos nos ha sido causado. Siempre hay alguien culpable de lo ocurrido, culpable de nuestro sufrimiento. El otro, como ya sabemos, bien puede ser una persona, o bien puede ser la suerte, la vida, Dios… Pero la faceta más cruel y dañina de la culpa es la que dirigimos hacia nosotros mismos, nos culpamos por consentir, por asumir, por no actuar, por no decir, por transgredir. Este es el cáncer que nos corroe por dentro… observa qué culpas, observa de qué te culpas, identifica esas culpas.

 

La emoción es autocastigo


Esta es la cruel consecuencia de la culpa, la verdadera razón del sufrimiento. Sufrimos porque nos castigamos por nuestras culpas. Como bien dice el Dr. Miguel Ruiz, en nuestro interior hay un juez y una víctima, y el resultado siempre es una condena. No somos conscientes de nuestro vocabulario pero, en un alto porcentaje que nos sorprendería, está encaminado a castigarnos, a menospreciarnos, a minusvalorarnos, a humillarnos. Un ejemplo sencillo, cuando digo: “¡qué cansado estoy de esto!…” ¿que crees que te estás diciendo a ti mismo? Esta persona o situación me supera, no soy capaz de darle solución, no valgo para esto, soy un inútil y un tonto por no acabar con esto… y surge la rabia, la culpa siempre genera rabia, rencor, resentimiento… Realmente no existen las emociones, este término nos confunde, existe un dolor físico urgente y existen cientos de pensamientos asociados en nuestra mente, creencias de culpa y castigo que se enredan unas con otras, generando círculos de pensamientos de los que es muy difícil salir… Observa tus pensamientos de castigo, identifica las condenas…

Martíne Libertino define cuatro fases en nuestra evolución y, curiosamente, están ligadas al manejo del sufrimiento. En la primera postula que “sufrimos por nuestras circunstancias, pero no sabemos por qué” y en la segunda que “sufrimos por nuestras circunstancias, pero ya sabemos por qué”. Es en la que nos encontraremos después de la identificación de nuestras emociones. Abordar el tercer paso, procesar, Libertino lo define como “decido dejar de sufrir por mis circunstancias”; es dejar que nuestro corazón, de forma natural, recupere las imágenes, los recuerdos, las vivencias de nuestra infancia que reverberan al meditar sobre nuestros pensamientos y están pidiendo ser recuperadas para terminar de montar el puzzle de nuestra emoción y vislumbrar así cómo ha empezado todo…

Llegado este momento, la comprensión se dispara, ya estamos en condiciones de constatar que somos niños y niñas que todavía cargamos con las heridas, que nuestros problemas tienen un esquema definido y repetitivo, que podemos identificar los lastres que arrastramos, que podemos desmitificar nuestro sufrimiento, que podemos abordar nuestra vida desde el lenguaje de la intuición y la percepción… Pero, para que esas emociones no se vuelvan a activar, todavía queda una cosa por hacer: hay que cancelar las deudas, reconciliarnos con aquellas situaciones y con las personas presentes en ellas. Debemos ponernos en disposición de realizar el gesto más hermoso y más grande del que es capaz un Ser Humano, desplegar nuestro amor hacia todos y Perdonar. Sólo así podremos decidir dejar de sufrir.






El perdón no pretende exonerar a los otros de su responsabilidad, sino liberarnos nosotros de ella y cortar el lazo de exigencia que todavía nos une a esas personas y a todas las demás que han despertado lo mismo en nosotros. El perdón no es algo que necesitemos aprender. Si, en ese instante, nos permitimos sintonizar con el otro descubriremos que no era consciente de lo que hacía o, simplemente, que respondía a sus propios patrones de dolor, a sus creencias, por las que nos vimos afectados. Cuando descubrimos que no ha habido culpables en esa situación, sino solo inconsciencia, entonces nos permitiremos apartar de nosotros el rencor y el resentimiento y libera-remos el ansia que nos invita al amor, al abrazo, a la fusión. Eso es perdón. Pero, el más importante será el que nos dirijamos a nosotros mismos por haber tenido que consentir, que vivir, que omitir… o, simplemente, por lo que nuestra reacción provocó en el otro. No pudimos hacer otra cosa.

… Seguro que ya has adivinado la cuarta fase, eliminar, ¡claro que sí! ¿qué, si no?… Libertino la define como “soy feliz en mis circunstancias”. Se feliz, es lo único que se te pide.



Texto de Fernando Rivadulla Iglesias




     

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